lunes, 31 de octubre de 2011

¿COMER INSECTOS? ... ENTOMOFAGIA





Comer insectos es el nuevo reclamo culinario de muchos restaurantes por su concentración de proteínas, carácter saludable y escaso impacto ecológico. ¿Puede la sociedad contemporánea superar un tabú ancestral y sustituir parte de la carne roja por una fuente proteínica más saludable y verde?
La tarea no es tan titánica como parece a simple vista: varias culturas gastronómicas conservan platos con distintos tipos de insecto, ahora reivindicados en restaurantes urbanitas de Europa , México, Norteamérica y otros lugares .
Marchando unos saltamontes caramelizados
Los platos que incluyen insectos son tan exóticos como dispares: desde tacos mexicanos a insectos caramelizados o gusanos al horno.
Si las palabras "saltamontes", "gusano" u "oruga" desentonaban en el pasado en la carta de un restaurante, ahora, habitantes de San Francisco , Nueva York o Ámsterdam pueden acudir a establecimientos cuya especialidad es precisamente cocinar insectos.
Y, como The Wall Street Journal , The Atlantic o los blogs io9 y TreeHugger explican, el interés por la gastronomía con insectos aumenta con rapidez.
Tras los pasos de Bernardino de Sahagún
En varias zonas de México, comer insectos es más que una moda urbana. Forma parte de una rica cultura precolombina que, debido a sus cualidades, ha sobrevivido en comunidades tradicionales a la fusión con la cultura gastronómica europea. Es el caso de los chapulines , un plato compuesto por distintos tipos de insectos ortópteros locales (saltamontes y langostas).
México conserva buena parte de su cultura gastronómica basada en insectos, de la que ya daba cuenta fray Bernardino de Sahagún en el Códice Florentino ( Historia general de las cosas de la Nueva España ), en el que se exponen 96 especies de insectos comestibles. Varios de ellos siguen cocinándose, más de 4 siglos después de que el franciscano acabara su compilación etnográfica:
  • Gusanos de maguey ( chinicuiles ) y chinches de monte ( jumiles ): Guerrero, Oaxaca, Morelos, Tlaxcala, Estado de México, Hidalgo y México DF.
  • Chinches: Morelos, Hidalgo, Veracruz, Puebla, San Luis Potosí, Jalisco, Oaxaca y Querétaro.
  • Escarabajos: Hidalgo, Tabasco, Guerrero, Veracruz, Estado de México, Oaxaca, Puebla, Chiapas, Nayarit, México DF.
  • Mariposas: Oaxaca, Puebla, Hidalgo, México DF.
  • Moscas: Estado de México, Nayarit.
  • Hormigas y abejas: Oaxaca, Puebla, Estado de México, México DF, Chiapas, Hidalgo.
  • Avispas: Guerrero, Michoacán, Veracruz, Yucatán.
  • Termitas: Michoacán.
  • Libélulas: Sonora, Estado de México.
  • Saltamontes (" chapulines "): Oaxaca, Veracruz, Tabasco, Campeche, Yucatán, Morelos, Puebla, Guerrero, Michoacán, México DF.
  • Escamoles: Hidalgo, México DF, Tlaxcala, Nuevo León, Michoacán.
Volver a la tradición para combatir una pandemia
La cocina mexicana basada en insectos ha convivido con la tradición europea y las influencias más recientes de Estados Unidos, a menudo relacionadas con la epidemia de sobrepeso y obesidad en México, sólo superada en el mundo por la estadounidense .
Por sus propiedades nutritivas, escaso coste, capacidad de supervivencia ante inclemencias climáticas y bajo impacto, productores mexicanos, la mayoría de ellos artesanales, envasan y exportan cada vez más saltamontes, chinches, cucarachas y gusanos para el consumo en Estados Unidos y Europa.
Don Bugito: un restaurante de insectos en San Francisco
Durante nuestra estancia en San Francisco durante el verano de 2011, *faircompanies asistió al nacimiento de una nueva empresa "verde" que ha dado puestos de trabajo y fomenta el conocimiento y el respeto de la cocina precolombina mexicana con insectos.
Se trata del proyecto Don Bugito, un restaurante definido por su fundadora, la mexicana afincada en San Francisco Mónica Martínez, como una "snackeria", o lugar de picoteo.
Mónica Martínez decidió presentar en sociedad los platos de su nuevo restaurante, entre ellos tacos y postres con gusanos y otros insectos, en la última edición del San Francisco Street Food Festival, celebrado en el distrito histórico de Mission (donde se ubica la Misión franciscana que originó la posterior ciudad) en agosto de 2011.
Además de asistir a la presentación de Don Bugito, pudimos charlar con la propia Mónica Martínez y su compañero y co-fundador del proyecto, Phil Ross, así como degustar sus platos ( ver fotogalería de nuestra experiencia con Don Bugito).
Comprobamos en primera persona el interés del público por una cocina tradicional que usa insectos como ingrediente principal.
Superar el miedo a comer insectos con un poco de contexto
En la cueva de Altamira , figuras antropomorfas apresan nidos de abejas, un episodio de la cotidianeidad de quienes convirtieron la cueva cántabra en la Capilla Sixtina de la Prehistoria. No sólo consumían la miel, sino que endulzaban las pupas y larvas de abeja, antes de ingerirlas.
A lo largo de la historia, otras tantas civilizaciones, desde pequeñas bandas de cazadores y recolectores hasta tribus, sociedades de jefatura y Estados, han incluido distintos insectos en su dieta: desde China, donde se han encontrado gusanos de seda silvestres como parte de un festín (2500-2000 aC); hasta Mesoamérica, donde la entomofagia precolombina ha sobrevivido y todavía se cocinan insectos para el consumo humano.
La entomofagia es fiel a su raíz etimológica y se refiere a comer insectos, arácnidos y artrópodos en general (del griego "éntomos", insecto; y "phagein", comer), que se convierten en suplemento alimenticio rico en proteínas. En varias zonas de México, América Central y del Sur, África, Asia y Australia, sobreviven platos con insectos entre sus ingredientes.
Tradición, localidad, nutrición, impacto ecológico
Una nueva generación de aficionados a la cocina trata de conjugar el respeto por la tradición y la localidad de los alimentos con su impacto ecológico. Y, en comparación con otras fuentes de proteínas, sobre todo la carne roja, ingerir insectos es igual de nutritivo que optar por la carne roja, con menores riesgos para la salud y una posibilidad: cualquiera puede convertirse en productor de " miniganado ", como ha sido bautizada la cría de insectos para el consumo humano.
Si el alimento puede producirse sin apenas esfuerzo en apenas un rincón controlado, la cría de insectos tiene el potencial de convertirse en alimento del futuro : es una fuente saludable de proteínas, baja en grasas y colesterol; puede ser local; su impacto ecológico es imperceptible, mientras la ganadería intensiva tradicional produce más emisiones que el parque de vehículos, además de problemas de salud asociados a su consumo irresponsable .
¿Es la carne de insecto la futura ternera?
Debido a sus ventajas potenciales, proliferan no sólo chefs y restaurantes que recuperan la tradición entomofágica, sino productores de insectos para el consumo, hasta el punto que desde algunas publicaciones ya se afirma que la carne de insecto es la nueva ternera , debido a las ventajas nutritivas y medioambientales.
Pero, para que la entomofagia se convierta en algo más que en una reivindicación de la gastronomía tradicional más exótica y sostenible, apta para un grupo de iniciados o para esnobs, la mayoría de nosotros debería combatir el tabú y miedo ancestral de varias culturas a ingerir alimentos que no han formado parte de su dieta histórica.
Si ya comemos ancas de rana y caracoles...
En Europa Central y del Sur, por ejemplo, nadie se sorprende ante un plato de ancas de rana o caracoles, que bien cocinados se convierten en manjares. No obstante, esta tolerancia cultural se convierte en rechazo si, en lugar de caracoles, sirviéramos unos saltamontes, gusanos, orugas o arañas en su salsa.
Pero la gastronomía, como cualquier otra expresión artística, es una convención que evoluciona con las sociedades. El tabú de comer insectos puede desvanecerse como lo ha hecho el tabaco en el cine (de una presencia abrumadora en el cine negro a su desaparición actual). Las culturas se basan en convenciones que evolucionan, como lo hacen el sentido común o la opinión pública .
Menos ternera
Más allá de consideraciones culturales, comer insectos puede convertirse en complemento nutricional o sustitutivo alimenticio de otros alimentos ricos en proteínas, como la carne.
David George Gordon explica en The Eat-a-bug Cookbook que un saltamontes tiene un 20% de proteínas, por un 27% de un filete de ternera, pero las concentraciones crecen si el insecto ha sido secado antes de ser ingerido: los saltamontes secos alcanzarían el 60% de contenido proteínico, mientras las orugas se mueven entre el 30% y el 80%. Eso sí, el aporte de nutrientes varía en función de la especie y la preparación.
Los estudios de agencias de alimentación ya mencionan sin tapujos a los insectos como una parte importante de la dieta mundial en 2020 , también en los países donde la dieta occidental es más influyente.
Dadas las ventajas del consumo de insectos para asegurar en el futuro una dieta rica en proteínas sin acrecentar el problema del consumo de carne roja para la salud y el medio ambiente, podemos, entonces, considerarnos afortunados de que vayas culturas gastronómicas, como la mexicana, hayan mantenido viva -aunque a menudo socialmente marginada- la cocina con insectos.
De lo contrario, apenas nos quedarían los valiosos apuntes de Bernardino de Sahagún, el primer etnógrafo de América, además de coprolitos que demuestran claramente que nuestros antepasados apreciaban más que nosotros la ingesta de insectos.

sábado, 29 de octubre de 2011

EL CAPITAN "TREVIRANUS" - CHUCHO FERNÁNDEZ

Enviado por nuestro hermano Hugo Castañeda "Charcuto", Capitán de Puerto de Maracaibo, Estado bolivariano del Zulia, República bolivariana de Venezuela, he aqui su mensaje:

..."Estimado Oleg, buen dia, te estoy enviando un enlace que me gustaría que leyeras, porque habla de un Marino al que tuve el placer de conocer y ser su discípulo en la extinta IMPARCA LINEA . Parte importante de mi formación profesional y filosofía de vida se la debo al Capitán Chucho Fernandez Gomez quien me trato como un hijo y me formo como marino .
saludos".
El capitán Treviranus

A la memoria del capitán de altura
Jesús (Chucho) Fernández Gómez
Al grito de: "¡el guamachín cortó el palangre!" todos nos pusimos alerta. Era una noche cerrada sin luna, solamente la luz de las estrellas iluminaba el celaje de las olas. En aquella inmensidad de mar, a muchas millas al noreste de la Guayana Francesa, parecía imposible intentar recuperar el equipo de pesca de atún. Otros eran los pensamientos del capitán Treviranus. Él prestó atención a la dirección de la corriente, la posición del barco, el viento, y fijó rumbo. Luego de una media hora se escuchó la voz del vigía: "lámpara a tres millas sobre la proa". Por más que agucé la vista tardé unos cuantos minutos para ver la débil luz. Recobrada la línea del palangre comenzamos el trabajo de recuperar las boyas, anzuelos y lámparas. El guamachín apenas había dejado unos centímetros de las cabezas del atún. Tal era el enredo del palangre que ya era avanzada la mañana cuando terminamos el trabajo.
Me encontraba en el Robledar, un barco japonés diseñado para la pesca de altura del atún mediante el sistema del palangre. Cuando el capitán Treviranus lo compró en las islas Canarias, en 1966, ya era una nave a la que le faltaban todos los elementos para su rendimiento óptimo. Carecía de piloto automático, el radio transmisor se encontraba dañado, el bote salvavidas estaba destruido por los roedores, el compresor de enfriamiento por amoníaco al poco tiempo tendría fugas y, para colmo, el precio de la captura no alcanzaba para los gastos de la campaña: ¡dos bolívares por kilo! Todo esto lo enumero después de 35 años. En aquellos tres meses que estuve abordo no hubo una sola noche de tedio. Todo lo contrario. Una vez sobre la cubierta me di cuenta que estaba bajo el mando de un lobo de mar. Por mis lecturas de la prensa del siglo XIX, el capitán Chucho se convirtió en el Capitán Treviranus. Eso le agradó. El verdadero capitán Treviranus era un hombre sin nacionalidad que navegaba balandras en Filadelfia y las costas orientales de Venezuela, donde con frecuencia se veía en serios problemas.
El capitán Treviranus de esta verdadera historia era un marino mercante de escuela nacido en la isla de Margarita. Había trabajado en cuanto barco existiera, desde el modesto transporte de carga y pasajeros, hasta trasatlánticos, remolques y supertanqueros. Él fue de los primeros capitanes venezolanos en  comandar barcos de la Shell, cuando eso era una exclusividad de los capitanes ingleses. Si su corpulencia llamaba la atención más aún era su voz que llegaba a imponer sobre las olas, como cuando nos encontramos sin combustible en medio del Atlántico y pidió auxilio a un camaronero de Surinam. Si de algo me arrepiento es el no haber estado a su lado cuando después pescó bacalao en los bancos de Terranova en campañas que duraban seis meses y carentes de la moderna tecnología. De allá quedó marcado en el rostro cuando quiso disciplinar a un marinero insubordinado.


Así como era implacable al imponer su criterio, también era hombre compasionado con la gente. "Escribo la palabra amigo con ‘h’, ‘h’ de hermano" —decía. Cuando llegó al puerto de La Guaira procedente de las islas Canarias, a su lado se hallaba un camaronero con un solo tripulante. Había logrado cubrir esa ruta gracias a la ayuda que salía del Robledar tanto en víveres como combustible. También él se contradecía porque afirmaba que tenía tantos amigos cuantos dedos tenía en una mano y aún sobraban.
De La Guaira el Robledar pasó a Puerto Sucre en Cumaná. A comienzos de noviembre saqué mi cédula de marinero dispuesto a la aventura. En esos días me encontraba imbuido en las lecturas de El barco de la muerte y Rayuela. Había descubierto los libros de B. Traven, pero el que llevé a bordo del atunero fue la obra de Julio Cortázar. En algún lugar guardo ese ejemplar con las manchas de grasa de la máquina del barco, pues el capitán Treviranus, al descubrir esa posesión, decidió leerlo primero. Él no sólo era un buen marino, mecánico, astrónomo práctico, también era un lector voraz. Capaz de recitar de memoria poemas de Andrés Eloy Blanco.
Eso ocurrió en Paramaribo, a donde recalamos por enfermedad de uno de los marineros. Allí se encontraba de cónsul el poeta y diplomático trujillano Enrique J. Miliani. Eran tiempos de cuando todavía era la Guayana Holandesa. El exotismo del puerto de Paramaribo era impresionante por lo silencioso del ambiente, la lengua taqui-taqui, el colorido de las diferentes mezclas de pueblos: hindúes, africanos, javaneses, indonesios, amerindios y holandeses. La única distracción nocturna era el refugio de buscadores de diamantes, en un bar donde una brasilera sin ritmo y sin calor bailaba despojándose de sus ropas. Hacía calor en el tugurio y afuera soplaba un viento dulce. De regreso a la casa consular y al frescor de la madrugada, el Capitán recitaba: "Aldebarán…".
A la salida del río Paramaribo, la propela del Robledar golpeó el tronco de un árbol. El daño se manifestó a los pocos días y el capitán decidió dirigirse a la Guayana Francesa. En el trayecto avistamos a la isla del Diablo. La tarea de enderezar la propela en Cayena contó con la ayuda de otros capitanes de pesca margariteños. Durante la noche pernoctamos cerca de la plaza de las Palmistas. Quien nos hospedó nos ofreció por lecho el piso de madera. El Capitán Treviranus no podía conciliar el sueño después de la fiesta. Cuando me desperté después de un descanso de pocas horas, afuera, él meditaba en uno de los bancos de la plaza.
De vuelta al mar la campaña fue un fracaso. Sin combustible, con los pistones de la máquina resentidos por la falta de lubricantes y de gasoil, lo huidizo del atún, después de dos meses, el Capitán decide regresar a tierra. En Caracas lo esperaban su mujer y cuatro hijos. Eso fue en diciembre de 1966. En abril del siguiente año salí de nuevo en el Robledar. Mi condición era distinta, antes había sido la de camarógrafo, reportero buscando aventuras; ahora era un simple marinero. De la experiencia última no hubo sino trabajo, problemas con la refrigeración, el equipo para levantar las piezas en mal estado. Fue una campaña corta y sin resultados provechosos en lo económico.
Poco después, el capitán Treviranus se desembarcó del Robledar y no quiso saber más de él. Inútiles fueron todos los esfuerzos de su otro dueño por sacarlo a producir. Una noche de fuerte oleaje lo dejó sobre una playa de la isla de Margarita. La noble figura del barco sirvió para tomas fotográficas de un comercial. Nunca quise acercarme a sus despojos. Quería sólo recordar los pensamientos que me acompañaban cuando a bordo de la nave, en medio del océano me daba cuenta que el fondo del mar se encontraba a miles de metros y que tenía al cielo estrellado por testigo. Me encontraba seguro, tenía como piloto al capitán Treviranus.
Por un tiempo perdí de vista al Capitán. Muchas veces se encontraba navegando, otras tantas en tierra. Así llegó a los 72 años, ciego, aquejado por la diabetes, pero con la mirada avante, sin queja, sin rencor. Murió en Valencia, en julio del 2001.
Chucho y otras de sus aventuras sirvieron de inspiración al escritor panameño Ernesto Endara. Un lucero sobre el ancla es el título que escogió. La dedicatoria la hizo "al inolvidable capitán Jesús Fernández Gómez, amante de Doña Bárbara y novio de las estrellas". El libro de 93 páginas ganó el premio Ricardo Miró, en 1984, se imprimió en Panamá al año siguiente.


Escrito original de Héctor Pérez Marchelli. Licenciado en Letras, egresado de la UCV. Así como dicta una conferencia en cualquier universidad del mundo, se lanza al mar con los pescadores.